Escrito por: Xavier Villalta
Pablo nace en Tarso de Cilicia de familia judía allí residente, partidaria al fariseísmo. En el libro de los Hechos aparece en un principio con el nombre de Saulo, nombre que es cambiado por el de Pablo a raíz de su primer gran viaje misional. En las epístolas aparece siempre con el nombre de Pablo.
La conversión de Pablo es narrada tres veces en los Hechos (9:1-19; 22:4-16; 26:10-18), y una en Gal 1:13-17. No necesitamos recordar aquí las circunstancias de este acontecimiento, de tanta trascendencia en la historia del cristianismo, pues son de todos conocidas. Notemos únicamente, en descargo del perseguidor convertido en apóstol, que Pablo procedía de buena fe en su celo persecutorio contra los cristianos, a los que consideraban apóstatas de la auténtica Ley divina y, por consiguiente, culpables. Lo dice él mismo de varias maneras (Flp 3:6; 1 Tim 1:13). No era, pues, su pecado un pecado contra el Espíritu Santo (cf.Mt 12:31).
Una vez convertido, de temperamento fogoso como era, no pudo permanecer inactivo. Durante «algunos días», en las reuniones sinagogales de los judíos de Damasco, comenzó a predicar la nueva fe, con gran asombro de sus antiguos correligionarios. Sin embargo, este primer ensayo de apostolado fue muy breve, y enseguida «se retiró a la Arabia» (Gal 1:17), sin duda, para rehacer su espíritu sobre la base de los nuevos principios que la fe en Jesucristo había traído a su alma; una especie de «ejercicios espirituales», algo parecido a lo de San Ignacio en Manresa y San Francisco en el monte Alvernía. No sabemos cuánto tiempo duró la estancia en Arabia; es posible que un año entero, o quizás más. Sólo sabemos que, después de este retiro en Arabia, volvió a Damasco (Gal 1:17), donde prosiguió su predicación de la nueva fe (Hch 9:22-25), y que entre las tres etapas: primera predicación en Damasco retiro en Arabia, segunda predicación en Damasco, forman un total de tres años (Gal 1:18).
La actividad apostólica de Pablo se ejerció sobre todo de viva voz; pero Pablo hizo también uso, no pocas veces, de la escritura para comunicarse con los creyentes, dejando a la posteridad algunas valiosísimas cartas.
Son estas cartas escritos ocasionales, que responden a situaciones concretas de una comunidad determinada (Tesalónica, Corinto, Filipos, etc.) o de una persona (Filemón, Timoteo, Tito); pero, por razón de los temas tratados, encierran casi siempre, aparte de los saludos, valor universal; de ahí que el mismo Pablo mande a veces que se lean también en otras iglesias (cf. Col 4:16), señal evidente de que, no obstante el encabezamiento de la carta, pensaba, además, en un sector de lectores mucho más amplio. Así lo entendió desde un principio el pueblo cristiano, recogiéndolas cuidadosamente y formando esa riquísima colección que constituye el epistolario paulino, agregado a los Evangelios y a los demás escritos canónicos.
Debemos reiterar que las cartas de San Pablo son escritos ocasionales, y que sería fuera de lugar buscar en ellos al teólogo sistemático, que desde un principio procede con un plan preconcebido de ideas concatenadas. San Pablo escribe, no para darnos un tratado completo sobre la doctrina cristiana, sino con miras a situaciones y casos determinados, a los que intenta dar solución; ni es necesario que hayamos de encontrar en sus escritos todas y cada una de las verdades del dogma cristiano. Con todo, fue tal la variedad de temas que se vio obligado a tocar, y tal la abundancia de pensamientos y afectos que fluyen de su pluma, que bien puede afirmarse que toda la sustancia de la doctrina y moral cristianas queda reflejada en sus cartas. Su espíritu, lleno de Cristo y de la verdad cristiana, derramaba ésta a torrentes, aun sin proponérselo, en las más insignificantes ocasiones. El misterio de la Trinidad, la encarnación del Hijo de Dios, la redención de los hombres, la acción eficaz de la gracia, la eficacia de los sacramentos, el sacrificio eucarístico, la unidad de la Iglesia, la importancia de la fe, de la esperanza y de la caridad.., son verdades a las que innumerables veces alude expresamente en sus cartas, donde se encuentra, pudiéramos decir, la primera expresión teológica importante del mensaje cristiano.
También debemos tener muy presente que Pablo ve siempre a Dios Padre en el fondo de toda consideración sobre la obra de la salud de los creyentes. Ello quiere decir que su pensamiento teológico, en última instancia, es teocéntrico, pues aunque no quiere conocer sino a Cristo crucificado (1 Cor 2:2; Fil 3:8), convertido para nosotros en «sabiduría, justicia, santificación y redención» (1 Cor 1:30), todo eso lo contempla partiendo de Dios, cuya alabanza y glorificación pone siempre en primer término (cf. 1:30; 15:28; Rom 11:36; Fil 1:11; Ef 1:6). Estos dos aspectos, el cristocéntrico y el teocéntrico no están yuxtapuestos, sino que, están estricta y orgánicamente unidos: por el Espíritu de Cristo comunicado a los creyentes, éstos reproducen en ellos la imagen del Hijo de Dios, y participan por ello de su condición de Imagen y de Hijo, en total dependencia de Dios y en total entrega a Él.
San Pablo nos da a través de sus cartas un inmenso conocimiento de Cristo. No un conocimiento sistemático, sino un conocimiento espiritual que es lo que importa. Él es ante todo el Doctor de la Gracia, el que trata los temas siempre actuales del pecado y la justificación, del Cuerpo Místico, de la Ley y de la libertad, de la fe y de las obras, de la carne y del espíritu, del Reino de Cristo y su segunda Venida.
No hemos de olvidar, pues, que San Pablo fue elegido por Dios para Apóstol de los gentiles (Hech. 13, 2 y 47; 26, 17 s.; Rom. 1, 5), es decir, de nosotros, los que no pertenecemos estrictamente a las tribus de Israel, y que entramos en la salvación a causa de la incredulidad del pueblo de Israel (Rom. 11, 11 ss.; cf. Hech. 28, 23 ss.), siendo llamados al nuevo y gran misterio del Cuerpo Místico (Ef. 1, 22 s.; 3, 4-9; Col. 1, 26). De ahí que Pablo resulte también para nosotros, el grande e infalible intérprete de las Escrituras antiguas, principalmente de los Salmos y de los Profetas, citados por él a cada paso. Hay Salmos cuyo discutido significado se fija gracias a las citas que San Pablo hace de ellos; por ejemplo, el Salmo 44, del cual el apóstol nos enseña que es nada menos que el elogio lírico de Cristo triunfante, hecho por boca del divino Padre (véase Hebr. 1, 8 s.).
Resumiendo, las cartas de San Pablo nos son muy útiles para instruirnos sobre la fe y la moral que los cristianos debemos vivir si queremos en verdad agradar a Dios, ya que fue Él quien, por medio del Espíritu Santo, inspiró a su apóstol para escribirlas.